En las décadas de los 80 y 90, antes de que las consolas domésticas y los ordenadores personales se adueñaran del entretenimiento interactivo de los más jóvenes, las salas recreativas eran los templos donde jóvenes y no tan jóvenes se congregaban para experimentar las últimas maravillas de la tecnología de videojuegos cada fin de semana. Pinto, como muchas otras localidades, fue testigo de esta maravillosa época dorada, en la que la magia de los videojuegos cobraba vida en oscuros locales llenos de luces parpadeantes y sonidos electrónicos.

Estos espacios no solo eran centros de diversión, sino verdaderos puntos de encuentro social donde se forjaban amistades, rivalidades y se compartían momentos únicos, todo alrededor de los emblemáticos futbolines, billares, mesas de ping pong y máquinas de videojuegos que tan solo costaban 25 pesetas (0,15 euros) por partida. Quién no se acuerda de las monedas de color metálico o las que tenían un agujero en el centro y eran doradas y de menor tamaño…

Los recreativos transcendían la mera definición de espacios de juego; eran verdaderos epicentros sociales donde se tejían amistades inquebrantables. Compartir el subidón de una victoria sorpresiva o el sabor amargo de una derrota no solo unía a las personas en una montaña rusa emocional, sino que también era el preludio de carcajadas, bromas picantes, botones desgastados por la pasión y charlas que perduraban en el tiempo. La esencia de los recreativos radicaba en su capacidad de igualarnos a todos, sin importar nuestros orígenes o identidades; dentro de esos santuarios del ocio, todos compartíamos un mismo estatus.

La arquitectura típica de estos recintos se caracterizaba por su minimalismo decorativo, una iluminación tenue que prometía mejorar la concentración en las pantallas, y filas de máquinas de videojuegos desplegadas a lo largo de las paredes laterales. Cerca de la entrada, el puesto del encargado, también conocido como el cambio de monedas, se convertía en el corazón del lugar, donde las monedas de cinco duros se transformaban en el boleto de entrada a esta mágica experiencia. Los futbolines, usualmente ubicados al fondo, y los billares, eran focos de constante vigilancia por parte del encargado, especialmente cuando se alteraba el equilibrio del juego para recuperar la pelota. Los pinballs, o ‘petacos’, y en ocasiones una jukebox, eran el toque final en estos espacios donde lo esencial era maximizar el número de máquinas en el limitado espacio disponible.

Lejos de ser un idílico retiro, estos lugares ostentaban una belleza rústica, marcada por sus paredes desgastadas y la atmósfera vibrante de emociones y desafíos. El humo, un elemento inconcebible hoy en día en espacios juveniles, era parte del ambiente, sumando a la estética rebelde de la época. Los recreativos abrían sus puertas a un público diverso, sin distinción de edad, siendo este eclecticismo tanto la clave de su éxito como, eventualmente, una de las causas de su declive. No importaba si tenías cinco o veinte años; al cruzar su umbral, no había barreras que impidieran tu entrada a este mundo de alegría y camaradería.

La diversión con los videojuegos se ofrecía en su forma más genuina y accesible, arrancando desde tan solo 25 pesetas para clásicos como Super Pang o Dynamite Cop. Quienes anhelaban la experiencia de élite podían invertir 100 pesetas en joyas del entretenimiento como Time Crisis o Point Blank. Estos son solo unos ejemplos destacados de un repertorio inolvidable que también incluía joyas como Tetris, Puzzle Bobble, Metal Slug, El Mundo Perdido, y el icónico Space Invaders.

Los primeros pasos de los recreativos en Pinto

El inicio de esta era en Pinto lo marcaron «Los Play», situados en la calle Real. Este local, frente a «El Colás», cerca del Flip y al lado de un establecimiento de frutos secos, albergaba clásicos como el «Comecocos» (Pac-Man), o los piques de «Street Fighter» o «Mortal Kombat» y las mesas de billar, pinball y sobre todo, ping pong, donde se desarrollaban interminables partidas. Con solo un puñado de monedas, las tardes se extendían en un torbellino de diversión y competencia. Había también una máquina de música para poner canciones y una máquina de coches con tres volantes, rojo, azul y amarillo, que era una auténtica maravilla.

La expansión de los recreativos

Pronto, el concepto se expandió y otros locales abrieron sus puertas, creando una ruta de recreativos que se convirtió en el plan habitual para muchos. Los Snoopy, ubicados en el Paseo Dolores Soria, ofrecían una experiencia única con su estructura de dos plantas, donde los billares y las máquinas de canastas, con su peculiar truco para obtener créditos, atraían a multitudes.

Los Rema, por su parte, se encontraban enfrente del Minicine Las Vegas, en la calle de San Martín. Regentado por la familia Pereira, años después se convertiría en el primer Weekend. Este espacio de encuentro destacaba por juegos como Street Fighter y curiosidades como la máquina de la araña que ibas comiendo terreno hasta ver a una chica desnuda (Gals Panic), además de las populares mesas de billar.

Los Isla y otros hitos

Los Boys, situados junto al Hostal Bellver, eran conocidos por ser uno de los puntos más antiguos y emblemáticos, ofreciendo un espacio de encuentro e interacción a través de los videojuegos y el billar.

Otro punto de encuentro importante fueron Los Isla, en la calle Doctor Isla, un lugar neurálgico para la juventud de la época, donde se congregaban para disfrutar de los últimos títulos en videojuegos.

Los Piscis, situados en la calle Isabel la Católica, junto al polideportivo Contador, estaban situados entre la bocatería Arco Iris y la heladería Terol.

La evolución y el ocaso

Los recreativos iban más allá de ser meros espacios para el entretenimiento digital; se erigían como auténticos centros sociales, verdaderos núcleos de convivencia juvenil en Pinto. No era necesario insertar una moneda ni competir por el mejor puntaje para disfrutar de su atmósfera única. Allí, las tardes se desvanecían entre charlas, risas compartidas y el crujir de las pipas. Este ambiente se convertía en el punto de encuentro predilecto de la chavalería, un lugar donde el juego era solo una excusa más para reunirse, compartir y forjar vínculos. En esencia, los recreativos cobraban vida como espacios de cohesión, donde el verdadero juego era el arte de la amistad y la camaradería.

Con el paso del tiempo, la llegada de tecnologías más avanzadas y accesibles para el hogar comenzó a cambiar el panorama. Los recreativos de Pinto, al igual que muchos otros en todo el país, empezaron a sentir el peso de una era que se desvanecía. Aun así, estos lugares dejaron una huella imborrable en la memoria colectiva de quienes vivieron aquellos años dorados de los recreativos en nuestro municipio.

Hoy en día, aunque los recreativos ya no ocupen el lugar central en la cultura del entretenimiento que tenían antes, las historias y experiencias vividas en ellos permanecen como testimonio de una época vibrante y emocionante. Los recreativos de Pinto en los años 80 y 90 fueron mucho más que simples establecimientos; fueron escenarios de aventuras, desafíos y camaradería, un legado nostálgico de una era irrepetible.

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