José Ortega y Gasset (1883-1955) es una de las figuras más destacadas del pensamiento español del siglo XX. Filósofo, ensayista y maestro de generaciones, su obra influyó profundamente en la evolución intelectual y política de España. Sin embargo, mucho antes de alcanzar notoriedad, Ortega fue un niño madrileño que, como tantas familias burguesas de la época, disfrutó de los veranos en localidades cercanas a la capital, buscando la tranquilidad del campo y los beneficios de sus aguas. Entre estos destinos estivales se encontraba Pinto, donde pasó una temporada siendo apenas un niño de tres años.

PINTO, UN LUGAR DE VERANEO

A finales del siglo XIX, Pinto era una villa agrícola que ofrecía un entorno apacible para quienes buscaban un respiro del bullicio de Madrid. Su proximidad a la capital, la comodidad del ferrocarril y la calidad de su clima y aguas hicieron de este lugar un destino recurrente para familias de la burguesía, industriales, artistas y militares.

Las casas de veraneo en Pinto solían estar rodeadas de huertas y arboledas, proporcionando un contacto directo con la naturaleza que contrastaba con la vida urbana. La estación de ferrocarril facilitaba la movilidad de los cabezas de familia, que podían trasladarse a Madrid en poco tiempo para atender sus negocios mientras sus esposas e hijos disfrutaban de la tranquilidad del pueblo.

EL PEQUEÑO ORTEGA EN PINTO

Corría el verano de 1886 cuando la familia Ortega Gasset eligió Pinto como lugar de veraneo. José Ortega Munilla, padre del futuro filósofo, era periodista y escritor, y su esposa, Dolores Gasset y Chinchilla, pertenecía a una familia de renombre. En aquel entonces, el pequeño José, de tres años, pasaba sus días explorando los alrededores junto a su hermano Eduardo, quien posteriormente recordaría aquellas jornadas con nostalgia.

En sus memorias, Eduardo Ortega describe a su hermano como un niño despierto, de gran cabeza y ojos vivaces, con una curiosidad inagotable. Entre sus juegos, destaca su fascinación por el ferrocarril. Los dos hermanos se aventuraban hasta la vía del tren, cercana a la casa que tenían alquilada, y observaban con asombro el traqueteo de las locomotoras y experimentaban con objetos pequeños metálicos, como alfileres, aros o chapas, colocándolos sobre los raíles para ver cómo eran aplastados por el paso de los vagones y en qué figura se habían convertido. “De un alfiler obteníamos una lanceta perfecta”, recordaría Eduardo años después.

Aquellos veranos en Pinto, con sus excursiones al campo, el sol abrasador de la meseta y la presencia constante del ferrocarril, dejaron una huella en la infancia de Ortega. Aunque él mismo, ya adulto, evitaba recrearse en los recuerdos de su niñez, es innegable que estas primeras experiencias contribuyeron a moldear su visión del mundo y su forma de pensar.

EL FIN DEL VERANO EN PINTO

Al año siguiente, en 1887, la familia decidió cambiar de destino y estableció su veraneo en San Lorenzo de El Escorial, donde residieron durante muchos años. La elección de este nuevo lugar, con su historia monástica y su ambiente intelectual, ofrecía un marco ideal para el desarrollo educativo de los hermanos Ortega. Sin embargo, Pinto quedaría en el recuerdo como uno de los primeros escenarios de la infancia del filósofo.

Hoy, cuando recorremos las calles de Pinto y miramos el paso del tren, podemos imaginar a aquellos dos niños con delantalitos de hilo crudo, acercándose con cautela a la vía férrea, maravillados ante el avance de la modernidad y la inmensidad del paisaje castellano. Quizás, en aquellos veranos, el pequeño Ortega comenzó a desarrollar la mirada inquisitiva que lo llevaría a convertirse en uno de los grandes pensadores de su tiempo.

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