Fotografía aérea de Pinto en el verano de 1936. En el medio de la imagen, a los pies de la Torre de Pinto, vemos el antiguo cabaret, en la calle de las Monjas.

En el corazón de Pinto, un pueblo marcado por las sombras de la guerra civil española, se desvela una historia olvidada, rescatada de las memorias manuscritas de Teófilo Ovejero García, quien documentó con precisión los sucesos de aquellos turbulentos tres años. Un relato que nos transporta a la calle de las Monjas número 8, donde un modesto cabaret que existió durante el conflicto bélico, situado frente a la actual Fundación Egido, fue escenario de un macabro doble asesinato.

Era una época en que Pinto, según Ramón Morales, se convertía en el refugio de pasiones y desenfrenos, marcado por la presencia militar que lo consideraba, de alguna manera, su particular esfera de vicio y violencia. Entre fusilamientos espontáneos y rivalidades encendidas por celos y deseos, este cabaret, dirigido por una señora de Valdemoro, se mantenía como un oasis de escape nocturno para muchos militares, incluidos excombatientes de mucha veteranía.

La señora de Valdemoro, era también propietaria de otro establecimiento similar en Getafe. En cada uno de estos locales, delegaba la responsabilidad de la gestión diaria a una de las camareras, confiándole la función de encargada. Esta camarera, junto a una colega, permanecía en el cabaret cada noche, asegurando el buen funcionamiento del establecimiento hasta el cierre. La dueña, a pesar de residir en Valdemoro, mantenía la rutina de visitar el cabaret de Pinto todos los días alrededor de las nueve de la mañana.

La mañana del descubrimiento

El día que se descubrió el crimen, la propietaria siguió su itinerario habitual, pero al llegar al local pinteño encontró la puerta inusualmente cerrada. Sin indicios de actividad en el interior, optó por dirigirse a Getafe para supervisar el otro cabaret. Tras completar su visita en Getafe, regresó a Pinto, pero volvió a hallarlo cerrado. Preocupada por la falta de respuesta, decidió solicitar la asistencia de la autoridad militar local.

Acompañada por una patrulla militar, regresaron al cabaret, donde la persistente ausencia de respuesta les llevó a forzar la entrada. El oficial a cargo, con el consentimiento de la propietaria, disparó dos veces a la cerradura para abrirla. Al ingresar, descubrieron una escena horrenda: dos mujeres yacían sin vida en el suelo, cerca del mostrador, víctimas de un brutal asesinato con arma blanca.

Aquel cabaret, aunque no destacaba por su exclusividad, atraía a numerosos clientes militares. La implicación de militares veteranos y con experiencia en combate complicaba la resolución del crimen. Sin embargo, las autoridades militares se tomaron el caso con la seriedad debida y, a los seis días del suceso, ya habían surgido dos pistas prometedoras que apuntaban hacia la resolución del misterioso crimen.

La investigación encubierta

Ante la evidencia de un doble homicidio, el oficial inmediatamente ordenó el cierre del local, manteniéndolo así hasta recibir instrucciones superiores. La investigación se llevó a cabo en el más estricto secreto, estableciendo dos equipos de vigilancia: una patrulla, de paisano, encargado de la zona circundante al cabaret, dedicado tanto a la investigación como al espionaje y otra, de uniforme militar, dotada de autorizaciones firmadas por altos mandos militares, que tenía libre acceso a todas las instalaciones militares y unidades ubicadas en Pinto, buscando esclarecer el horrendo crimen.

En una ocasión, el equipo uniformado ingresó al cuartel de la Décima Bandera de la Legión, ubicado en el edificio que albergaba el Asilo de ancianos de San Pedro en la Calle Torrejón. Allí, se encontraron con que la mayoría de los legionarios aprovechaban la hora de la siesta, entretenidos por un insólito espectáculo: un ratón que trepaba y descendía por una cuerda sujeta a una de las vigas, provocando la risa de los soldados con sus acrobacias.

Curiosamente, en la cuerda habían atado entre seis y siete bombas de mano, sin prever las consecuencias. La sorpresa llegó cuando, tras abandonar el cuartel y mientras se alejaban por la glorieta de Jaime Méric, una fuerte explosión sacudió el lugar. El ratón había roído la cuerda en visitas anteriores y, finalmente, logró cortarla por completo, provocando que las bombas cayeran al suelo y detonaran, con un resultado de varios heridos por esta imprudencia. Este incidente llevó a la patrulla a posponer su visita al cuartel de la Novena Bandera hasta el día siguiente.

El esclarecimiento del crimen

La patrulla uniformada, durante una inspección en el cuartel de la Novena Bandera —situado en el edificio de la estación de ferrocarril y muelle—, fue calurosamente recibida por un grupo de legionarios. Sin embargo, un legionario apartado del resto, que escribía junto a una ventana, mostró un evidente desagrado por la presencia de la patrulla, suscitando sospechas.

Un miembro de la patrulla se acercó al legionario, insinuando que debía escribir de manera clara para evitar la censura postal. El legionario, algo evasivo, alegó que lo que escribía no tenía importancia. Durante la conversación, el agente notó arañazos en la mano y el cuello del legionario. Al salir del cuartel, informó a su oficial sobre las heridas, lo que llevó a informar a la comandancia y a la posterior autorización para detener al legionario, quien, al ser interrogado, se negó a explicar sus heridas y demandó conocer el motivo de su detención.

Tropas nacionales abasteciéndose de agua junto a la fuente del Cristo

Un giro inesperado

La situación se complicó cuando, al día siguiente, su capitán inquirió sobre sus heridas, recibiendo como respuesta que eran el resultado de una pelea amorosa. Aunque inicialmente no se le prestó mucha atención, la investigación dio un giro cuando la patrulla de paisano halló entre los escombros detrás del cabaret un machete utilizado en el crimen. Este hallazgo, junto a la identificación del arma por su número de fabricación fue decisivo. El arma pertenecía al legionario Gutiérrez, procedente de Badajoz.

Gutiérrez afirmó haber perdido el machete meses atrás, no reportando la pérdida para evitar castigos. Tras su declaración, la dueña del cabaret y dos camareras fueron convocadas para identificar al legionario. Confirmaron conocerlo, describiéndolo como un buen chico y un cliente habitual que solía pedir dinero prestado. Una tercera camarera, casualmente presente, añadió que Gutiérrez había solicitado más dinero el día del crimen, y que al serle negado, derivó en una acalorada discusión por sus deudas pendientes.

Estos testimonios culminaron en la detención del legionario, quien fue recluido en los calabozos de Pinto a la espera de una orden que nunca llegó. Su destino final, ya sea un fusilamiento o el traslado a alguno de los frentes de la Batalla del Jarama, permaneció incierto, perdiéndose toda pista sobre su paradero.

Este doble asesinato en el cabaret de Pinto nos ofrece una ventana a las complejidades de la vida en retaguardia durante la guerra civil española. En un contexto donde la línea entre el frente y la vida cotidiana se difumina, la justicia se convierte en un laberinto de lealtades, secretos y urgencias bélicas. A través de la meticulosa narrativa de Teofilo Ovejero, somos testigos no solo de un crimen, sino también de la humanidad en sus momentos más oscuros y desesperados.

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