
El 27 de febrero de 1903, la hasta entonces discreta cárcel de Pinto saltó a las páginas de la prensa nacional por un suceso que bien podría haber inspirado una novela de aventuras carcelarias. Ocho penados que viajaban en conducción hacia el penal de Ocaña fueron alojados en el establecimiento penitenciario de Pinto para pernoctar. Lo que debía ser una breve escala se convirtió en una auténtica batalla campal dentro de los muros de la prisión.
Los presos, de diversa peligrosidad, ya venían tramando una evasión desde antes de su llegada a Pinto. Algunos llevaban días intentando encontrar el momento adecuado para huir. Al parecer, las condiciones de vigilancia en la cárcel pinteña les parecieron favorables. Lo que no previeron fue que, entre ellos, no todos estaban de acuerdo en cómo ejecutar la fuga. Las discrepancias encendieron los ánimos, y pronto lo que era una conspiración conjunta degeneró en una violenta disputa interna.
La primera pelea se produjo durante la mañana. Las voces se alzaron, los insultos volaron y pronto comenzaron los golpes. La Guardia Civil, que vigilaba a los reclusos, logró en un primer momento sofocar el conato de rebelión. Pero cometieron un error: no reforzaron la seguridad tras el incidente. Quizá pensaron que la tensión se había disipado, que el temor al castigo había enfriado los ánimos. Nada más lejos de la realidad.
Horas más tarde, estalló el verdadero motín
Los presos se abalanzaron unos sobre otros con una violencia inaudita. Uno recibió una cuchillada en el pecho; otro cayó herido con una tremenda herida en la cabeza provocada por el culatazo de un revólver. Los gritos se oían más allá de los muros, y la situación se tornó crítica cuando un cabo de la Guardia Civil, al intentar separar a los amotinados, fue apuñalado en la mano derecha.

Los reclusos, en pleno frenesí, lograron arrebatar la baqueta del fusil a uno de los guardias. El desorden era absoluto. El control de la cárcel pendía de un hilo. Se temió que los amotinados tomaran por completo el penal y consiguieran abrir las puertas hacia la libertad. Pero los refuerzos llegaron justo a tiempo, y tras una tensa intervención, los ocho fueron reducidos.
La noticia se conoció días después a través de los principales diarios nacionales. El Imparcial, La Época, El País, El Globo y otros medios dedicaron espacio a narrar los hechos, no sin cierto asombro por la facilidad con la que pudo haberse producido una fuga múltiple. Muchos lectores, al conocer que la cárcel protagonista era la de Pinto, no se sorprendieron del todo: la prisión ya era conocida en algunos círculos como un eslabón débil en la cadena del sistema penitenciario.

La cárcel de Pinto era, en realidad, un lugar de paso. Allí eran alojados los presos en tránsito, sobre todo hacia el penal de Ocaña. Pero su estructura y vigilancia distaban mucho de ser las adecuadas para albergar a reclusos con antecedentes de fuga o violencia. Aquella noche de febrero lo demostró con creces.
El motín del 27 de febrero de 1903 fue sofocado, sí, pero dejó tras de sí una pregunta inquietante: ¿y si no hubieran llegado los refuerzos a tiempo? ¿Y si los presos hubieran escapado? Las autoridades tomaron nota… aunque no sería la última vez que la cárcel de Pinto se viera envuelta en una historia de evasiones, amotinamientos y tensión al límite.