En el corazón de la península ibérica una pequeña taberna se erigió como un faro de encuentro y camaradería para la vecindad local durante décadas. «El Tropezón«, regentado por Francisco García Sánchez y su esposa María Lozano Cobos, no solo fue un lugar para satisfacer el paladar, sino un punto de reunión donde convergían historias, risas y amistades.

El legado de «El Tropezón» se remonta a su humilde inicio en 1949, cuando Francisco, junto con su hermano Florencio, decidió aventurarse en el mundo de la hostelería. Después de trabajar en el café Colón y en la fábrica de chocolates La Colonial del conde de Rueda, decidió alquilar la conocida taberna de José «el Gordo», en el paseo Dolores Soria, al lado de la taberna Meleri. Fue allí donde comenzó el antiguo «Tropezón», bajo la actual pensión Venecia.

1958 fue un momento crucial que marcó la historia del nuevo «Tropezón». Francisco adquirió el edificio del número 1 de la calle Egido de la Fuente, un lugar emblemático que se convertiría en el nuevo hogar de esta querida taberna. El nuevo edificio, frente a la casa de la señora Agapita, cuya esquina, llamada esquina Xata, tenía la legendaria piedra que marcaba el centro geográfico peninsular.

El alma del negocio era María Lozano, una mujer emprendedora que impulsaba con determinación las iniciativas del establecimiento. Mientras Francisco manejaba el bar y la administración de los coches de línea, María lideraba con destreza la cocina.

El nuevo local tenía dos escalones para bajar, una característica que, aunque pintoresca, causaba algunos problemas en días de lluvia cuando El Egido se inundaba. La barra recibía a los clientes de frente al bajar los escalones, con la televisión a la izquierda (una de las primeras que hubo en Pinto) y un reservado a la derecha. Este reservado, con cuatro o cinco mesas, tenía un ventanuco que daba a la cocina. El bar era un refugio donde las risas fluían y las historias cobraban vida.

El Tropezón se convirtió en un lugar de encuentro, especialmente para la juventud de la época. Durante los años de mayor popularidad del torero El Cordobés, las filas de bancos se alineaban frente a la televisión, y María no dudaba en animar a los clientes a consumir: «Venga, venga, a ver, beber algo que apago la televisión«.

Competencia y Especialidades

En aquellos años, solo El Tropezón estaba en esa calle. Más tarde, abrieron Los Ratitos y, posteriormente, Casa Pepe y después Casa Mateo. Cuando El Tropezón reabrió en su nueva ubicación, también existían otros bares como La Pascuala, Casa Octavio, La Ribereña o la Taberna Meleri.

Cada establecimiento ofrecía sus propias delicias, creando una rica paleta gastronómica en la zona. El Tropezón era conocido por sus callos y caracoles, la especialidad de María. Mientras que La Ribereña se destacaba por las gambas a la gabardina, en Los Arcos eran famosos por los higaditos, Octavio y su esposa eran los mejores en las judías con liebre, y La Taurina, que abrió más tarde bajo la propiedad de Adolfo, era famosa por sus patatas bravas.

Evolución y nuevos negocios

Con el tiempo, Francisco montó una frutería junto al bar. Posteriormente, Francisco y María decidieron vender El Tropezón y se involucraron en otros negocios. Francisco abrió La Vacería, un nuevo bar situado en la calle Hospital, junto a la peluquería de Julián. Tiempo después, junto a Emilio Yunta, también inauguraron el kiosco del Egido, conocido como El Oasis (Hoy, Gran Vía). Después el restaurante Mayte, y finalmente el nuevo Oasis.

El espíritu emprendedor de Francisco y la tenacidad de María dejaron una huella imborrable en Pinto. El Tropezón no solo fue un bar, sino un símbolo de la vida y el progreso de una época. Su legado perdura en la memoria de aquellos que vivieron esos años y disfrutaron de su hospitalidad, su buena cocina y buen hacer.

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