Durante gran parte de la primera mitad del siglo XIX, debido al estado ruinoso del Convento de San Francisco, Pinto únicamente destinaba a enterramientos el pequeño espacio de terreno tomado al atrio de la iglesia de Santo Domingo de Silos, situado en el mismo centro de la población.

LA LUCHA POR UN NUEVO CEMENTERIO

A mediados de 1850, un grupo de vecinos de Pinto promovió un expediente en las oficinas del gobierno de la provincia para obtener una licencia competente al establecimiento de un nuevo cementerio en Pinto. La urgente necesidad de dar traslado del camposanto a un punto distante de la población por una cuestión de salud pública motivó tal expediente. La prensa progresista se hizo eco del asunto y apoyó la propuesta, aunque ésta no llegó a materializarse.

En agosto de 1852, el ilustrado profesor Felipe Monlau presentó una propuesta a la Junta de Sanidad y al Boletín de Medicina y Cirugía que consistía en la necesidad de trasladar los cementerios, situados extramuros de la capital, a puntos más distantes y menos peligrosos para la salud pública. Monlau propuso para el enterramiento de cadáveres una porción de los terrenos comprendidos entre Pinto y Valdemoro, a donde podrían conducirse aquellos por medio del ferrocarril, inaugurado un año antes. Esta propuesta estaba sustentada en dos razones. La primera, la distancia regular que mediaría entre los cementerios y la capital, y la segunda, el no hallarse esta última expuesta a la influencia de los vientos de aquella región. La propuesta tampoco se llevó a cabo.

En 1856 el médico de la villa, Antonio Rodríguez de Guzmán, criticaba en su Reseña histórica que el camposanto de Pinto, estrecho, reducido y mezquino, estuviera situado en el centro de la población y a mayor altura que el pavimento de los edificios que lo rodeaban, siendo esta situación el origen de la atmósfera viciada que existía en el municipio, causante de crudos y prolijos males.

En diciembre de 1869 el diario “La Iberia” instó al señor Moreno Benítez de Lugo, gobernador civil de Madrid, a eliminar “al pueblo de Pinto un foco de pestilencia que puede dañar en muchas ocasiones a la salud pública y cumpliendo con lo que está terminantemente prevenido respecto a los cementerios, se aleje el que nos ocupa a un apartado radio de la población, quitando de la vista el poco agradable espectáculo de dar sepultura a los cadáveres al pie mismo de las habitaciones de los vecinos de un pueblo que está a las puertas de la primera capital de España”. Pero el gobernador hizo caso omiso al diario.

Extracto del periódico «La Iberia» sobre la necesidad de un nuevo camposanto en Pinto

Finalmente, el 19 de agosto de 1883, siendo alcalde de la villa Tomás Pareja Higinio, se inauguró el nuevo cementerio, siendo bendecido a las seis de la mañana. El primer enterramiento en el nuevo camposanto, situado en el actual barrio de La Tenería, se produjo a las siete de la mañana del 20 de agosto, dándose sepultura a los restos de un bebé de tres meses, hijo de Antonio Fernández y Juana Peral, vecinos de Pinto.

LAS PRIMERAS ORDENANZAS MUNICIPALES DE 1887

Con el nuevo Cementerio de Pinto inaugurado, las primeras Ordenanzas Municipales para la Villa de Pinto que regulaban el nuevo camposanto fueron aprobadas el 29 de noviembre de 1887, siendo alcalde del Ayuntamiento constitucional de la villa de Pinto don Pedro Rubín de Celis y Alonso.

Entonces la población y sus arrabales se dividía en dos distritos, el de Audiencia y el del Hospital, estando cada uno de ellos a cargo de un Teniente de Alcalde, Emilio Sáez Aparicio y Emilio Zubiría y Guallart. La autoridad municipal era ejercida por el Alcalde y sus Tenientes. Para el orden y seguridad de la población había un alguacil, un guarda de arbolados, un voz pública, tres serenos, que como fuerza armada están bajo la autoridad del alcalde. El Secretario del Ayuntamiento era Julián López Fernández.

Los artículos de las Ordenanzas Municipales de 1887 relativos al cementerio de Pinto eran los siguientes:

1. Se prohíbe terminantemente que las personas concurran al cementerio, tanto el día de Todos los Santos o el de los Difuntos, como en cualquiera otro del año, se produzcan en aquel lugar sagrado con formas, maneras, palabras, gritos o actos contrarios al respeto que se debe a la memoria de los muertos y al reposo que allí debe reinar.

2. Queda prohibido igualmente formar en el cementerio corrillos o reuniones tumultuosas; entrar en carruaje o a caballo; deteriorar las lápidas y cruces que designen las sepulturas o enterramientos; escalar los muros de circunvalación; asaltar las verjas que rodeen las sepulturas, panteones o monumentos fúnebres; trazar sobre éstos o las lápidas inscripciones; arrancar las flores o arbustos; arrojar o sustraer cualquiera objeto que con fines piadosos o como recuerdos se hallaren colocados sobre las sepulturas, en los nichos, etc., y en fin, llevar a cabo profanación de ningún género.

3. Los cadáveres deben ser conducidos al cementerio en ataúd cerrado, o por lo menos, decorosamente cubierto.

4. Los cadáveres serán inhumados en las sepulturas abiertas en el pavimento del cementerio, cada una de las cuales deberá tener siete pies de longitud (213,36 cm.), tres de latitud (91,44 cm.) y cinco de profundidad por lo menos (152,4 cm.). Las de niños tendrán dimensiones proporcionales, según la edad. Las sepulturas estarán separadas unas de otras por un espacio de tres o cuatro decímetros en la parte de los costados y de tres a cinco en la parte de la cabeza, y se rellenarán de tierra bien aprisionada.

5. No podrá abrirse sepultura alguna ni enterrar en ella otro cadáver hasta que hayan transcurrido cinco años desde que se enterró el último.

6. Los depósitos de cadáveres, para la observación o para cualquiera otro objeto legal, no podrán estar dentro del recinto de la población.

7. Queda prohibido construir edificios destinados a habitación, ni abrir pozos o aljibes a menos de cien metros de distancia del cementerio.

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