A las nueve de la noche del 25 de diciembre de 1884, mientras la mayoría de los pinteños celebraban la Pascua de Navidad en familia, comenzaron a notar fenómenos extraños: las lámparas oscilaban, los cristales vibraban, y muchos sintieron una sensación de mareo. Algunos lo atribuyeron al principio al efecto de «estar entre Pinto y Valdemoro«, sugiriendo que el consumo de vinos generosos, tan común en estas festividades, era el responsable. Sin embargo, el sacudimiento fue breve, y dado que Madrid no tenía antecedentes en materia de terremotos, y no se produjeron desgracias ni pérdidas materiales, más allá del susto, todo se interpretó como una curiosa anécdota navideña. Para muchos, fue solo un motivo más de conversación, como si la naturaleza hubiera decidido mecer suavemente la tierra para mostrar sin peligro lo que era un temblor. Lo que los habitantes de Pinto no sabían en ese momento era que ese ligero temblor era la manifestación distante de una catástrofe mucho mayor que se desataba en las provincias de Granada y Málaga. En esas zonas, varias poblaciones resultaron gravemente afectadas, con edificios arruinados y numerosas víctimas mortales.
Al día siguiente, 26 de diciembre, el intenso frío trajo consigo una nevada inusualmente copiosa, y el viento de la sierra formó enormes ventisqueros. Las calles, los árboles, los tejados y las cornisas quedaron cubiertos por una espesa capa de nieve, culminando una noche invernal. Durante los días siguientes, el 27, 28 y 29, la nevada fue aumentando hasta alcanzar varios centímetros de espesor. El temporal se mantuvo y, con la nieve congelada, las consecuencias se extendieron hasta los primeros días de enero de 1885. El ferrocarril quedó inutilizado y el pueblo se vio completamente incomunicado, lo que paralizó toda actividad. El bullicio habitual de las calles desapareció y los negocios cesaron. Aquella nevada fue, en su época, lo que hoy recordaríamos como la «Filomena» de finales del siglo XIX.
En la madrugada del 27, con un frío cortante, la imagen de cuadrillas de muchachos apartando la nieve endurecida con palas en las aceras era desoladora. Los gorriones revoloteaban desorientados entre las ramas nevadas, mirando el paisaje blanco, desconocido para ellos. Un manto blando cubría el campo, pero no había nada para alimentarse. Los pájaros, hambrientos, piaban recordando los verdes de la primavera y los trigales del verano. La prensa de la época describió la situación con esta comparación: «Hoy, España se asemeja bastante a Siberia«. En la población de Sigüenza la nieve alcanzó los dos metros de altura, y el peso acumulado sobre los tejados causó graves daños a muchas casas, algunas de las cuales quedaron arruinadas.
Entonces Ángela Troyano, madre de Ramón Morales Troyano, autor del cuadro, tenía 14 años y vivía con sus padres y hermanos en Pinto. El cuadro que Ramón pintó más tarde representa el camino hacia la iglesia parroquial del pueblo, que pasaba cerca del huerto del tío Lucas, la conocida finca Ochoteco (llamada en ese tiempo Quinta Villa Nueva, propiedad de la ilustre Rosario de Acuña) y cruzaba el arroyo junto al antiguo Pósito. La iglesia presenta su antigua portada con su bello campanario. La obra captura un atardecer del último día de diciembre, cuando, debido al mal tiempo, no se pudo celebrar la tradicional misa de fin de año.
El cuadro, realizado de un apunte el 14 de febrero de 1987, día de San Valentín, es propiedad de Ramón Morales Valverde, y me fue mostrado el día de la presentación del libro «Pinto y su historia I«, el pasado 18 de abril, donde asistieron los hermanos Morales Valverde, muy vinculados a nuestro municipio.